Demasiados canarios...

Una pintadera elaborada por antiguos canarios conservada en el Museo de La Fortaleza, Santa Lucía de Tirajana, Gran Canaria (fuente: PROYECTO TARHA, 2016)

Suele defenderse que tras la conquista de cada una de las islas Canarias, especialmente tras las campañas emprendidas por la propia Corona de Castilla en los casos de Gran Canaria, La Palma y Tenerife, se impuso en ellas un ordenamiento político, jurídico y administrativo configurado de tal manera que sus primigenios habitantes gozaran de los mismos derechos y libertades que los demás súbditos del reino, siempre que aquellos abrazaran el cristianismo y se sometieran a la autoridad del trono castellano, consideración recogida oficialmente en documentos como la ya expuesta Carta de Calatayud. Sin embargo, es bien sabido que el nuevo régimen colonial discriminó y marginó a la mayor parte de la población indígena frente a la europea, en especial a aquellos individuos y grupos familiares que se negaron activa o pasivamente a colaborar con los invasores durante y después de la guerra de ocupación.

Lo que no es tan conocido es que este fenómeno no siempre aconteció de forma soterrada, por espontánea actitud de los colonos ante los canarios, como cabría esperar de semejante choque cultural, pues los mismos Reyes Católicos que decían amparar a sus nuevos gobernados establecieron medidas oficiales que menoscababan sin miramientos esos mismos derechos. Y no precisamente como respuesta coyuntural a episodios de insurrección, desobediencia civil y similares: en el caso de Gran Canaria se llegó a esgrimir motivos tan peregrinos como que el número de familias canarias residentes en la isla superase al de las europeas. Así lo demuestran dos provisiones, transcritas y publicadas en 1969 por el profesor Antonio Rumeu de Armas.

En la primera de estas cartas, expedida el 27 de septiembre de 1491, los Reyes Católicos resuelven a favor de una petición que les hicieron las autoridades concejiles de Gran Canaria, preocupadas porque el número de familias nativas que habían regresado a la isla ocho años después de su expulsión –es decir, al término de la guerra de Canaria en 1483– había aumentado a unas 150, cuando a don Fernando Guadarteme o Guanarteme, antaño líder de la isla, se le había permitido designar un máximo de 40 parientes, cabezas de familia, para que permaneciesen en su país en reconocimiento de su colaboración con los invasores, entendiéndose que el resto de la población autóctona debió de sufrir deportación en aquel entonces –modernizamos los textos–:

[…] por hacer bien y merced a don Fernando de Guadalterme [sic], canario, le dimos facultad para que viviese en la dicha isla con cuarenta parientes suyos que habían estado en la conquista de la dicha isla, y que después acá, que hace ocho años, […] se ha acrecentado y poblado la dicha isla de otros muchos canarios en que dice que ahora hay obra de ciento cincuenta, poco más o menos […]

El aumento de la población canaria puso en alerta a los colonos, que, viéndose superados en número, temían la posibilidad de una reconquista:

[…] se teme que, habiéndose así multiplicado, según la poca población de cristianos que hay en la dicha isla, que un día se levantasen con la dicha isla contra ellos […]

La súplica a los monarcas surtió efecto, a pesar de que contravenía los compromisos documentales que equiparaban los derechos de los indígenas a los de los demás súbditos de la corona castellana:

[…] si algunos canarios, de más y allende de los dichos cuarenta que mandamos que viviesen en la dicha isla, se han ido a vivir a ella los hagáis salir de la dicha isla y que se vengan a cualesquiera partes de estos nuestros reinos o de fuera de ellos que quisieren.

Pero una parte de los deportados se mostró remisa a obedecer el mandato real, por lo que el 23 de diciembre los monarcas ordenaron a los concejos de Jerez de la Frontera, Cádiz, Puerto de Santa María, Rota, Sanlúcar de Barrameda, Huelva, Palos y Moguer condenar a muerte a las familias canarias que hicieran caso omiso del dictado, y confiscar las naves y bienes de quienes les facilitasen pasaje de vuelta a su país –véase nuestra transcripción–:

[…] nosotros hubimos mandado y defendido que algunos canarios de la isla de la Gran Canaria no estuviesen en la dicha isla de la Gran Canaria y que fuesen echados de ella, y que si algunos de los dichos canarios fuesen a la dicha isla sin nuestra licencia y mandado que muriesen por ello […] y ahora nos ha sido hecha relación que los dichos canarios de la dicha isla, con sus mujeres e hijos, quieren ir a la dicha isla […] por ende nosotros mandamos y defendemos […] que no consintáis ni deis lugar que […] embarquen ni entren ni se lleven […] so pena que las tales personas que los llevaren y pasaren a la dicha isla hayan perdido y pierdan las naos y fustas y carabelas y barcos en que los pasaren, y […] a los dichos canarios y a sus mujeres e hijos que no sean osados ellos ni alguno de ellos de ir a la dicha isla sin nuestra licencia y mandado y carta especial para ello, so pena de morir […]

Esta es solo una de las pruebas que aporta la documentación pública sobre la existencia, en la práctica y a despecho de los compromisos asumidos por la corona, de una patente asimetría de derechos entre la nueva población europea y la canaria, desequilibrio que se manifestaría en más de una ocasión, incluso entre los miembros de la aristocracia indígena supuestamente favorecidos por su posición colaboracionista durante la conquista hispana. Así, el 5 de julio de 1514, varios personajes de la elite isleña llegarían a pedir a la reina Juana I y a su padre, Fernando II el Católico, que los relevara de servirles militarmente fuera de Canarias en atención a los servicios prestados en las campañas de Gran Canaria, Tenerife y La Palma.

«[…] que si algunos de / los dichos canarios fuesen a la dicha ysla syn nuestra / liçençia e mandado que muriesen por ello […]» (fuente: Archivo General de Simancas, signatura RGS,LEG,149112,168).

No deja de ser curioso que los peticionarios grancanarios, para hacer valer sus prerrogativas, encargasen a sus representantes el dejar constancia de que ellos no eran como los naturales de las otras islas por último sometidas: guanches, benahoaritas y gomeros; antes bien, debían destacar en su defensa que ellos, aún llevando nombres canarios, hablaban como castellanos y se los consideraba como tales[1]RUMEU DE ARMAS (1969), p. 454.:

[…] a sus altezas hagáis relación de la manera y cualidad de nuestras personas y manera de vivir y trato, que es muy bueno a Dios Nuestro Señor […] siendo por ello en santa fe católica firmes como los buenos y católicos cristianos lo son y deben vivir, en trato y conversación; de manera que no se entienda que por tener nombres de canarios pierdan nuestras personas, que no tienen que hacer con los naturales de las otras islas, es a saber guanches y palmeses o gomeros, llevándoles, como les llevamos, muchas ventajas en todo, y hablamos y somos habidos por propios castellanos.

Encandilados desde hacía décadas por la tecnología y la cultura de los europeos, cuando no coaccionados directa o indirectamente por estos, los antiguos canarios, particularmente los miembros de la cúspide social, fueron marginando su propio acervo tradicional en busca de un prestigio y reconocimiento que nunca llegarían a materializarse más allá de las migas, siempre colaterales, que todo proceso de conquista deja caer a su paso para barato contento y larga contención de los sometidos.

Antonio M. López Alonso

Referencias

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